p. 172 La ética kantiana, por ser una ética del obrar sin inclinación, tenía que ser, lógicamente, una ética ajena tanto a la virtud como a la felicidad. Para Kant, la felicidad era algo así como un sobreañadido externo a la moralidad, un premio ulterior que nos prometía la religión, si nos hacíamos dignos de él mediante la moral. La felicidad no era la perfección moral misma. Kant no estaba entendiendo la felicidad como actividad, como la actividad perfecta del agente perfecto, sino como una especie de correlato sensible adicional.