pp. 118 y 119: Para que el trabajo dividido siga siendo auténtica acción humana, tiene que consistir en una operación que, a pesar de su parcialidad, transparente el fin al que se ordena, permita percibir el objetivo compartido al que coopera, y permanezca así dotada de sentido para el que la realiza. Cada trabajador debe poder conservar cierta conciencia del conjunto de la labor, y poder captar así la conexión de su cometido particular con el objetivo común y, por tanto, el valor del primero de cara al segundo. Sólo de esta manera puede caber aportación personal –aprendizaje continuo, iniciativa, inventiva– para mejorar esa conexión, pues esta involucración personal en el trabajo sólo es posible a condición de no sentirse una simple pieza mecánica, que es utilizada para una función ciega, absolutamente fija y gobernada por completo desde fuera. La ausencia de esas características en el trabajo propio, y el asalto de esta última sensación, es precisamente lo que lleva al trabajador a no poder asignar a su presencia y actividad en la empresa otra finalidad que su beneficio pecuniario e individual.
La división del trabajo en la empresa ha de ser compatible con el hecho de que la posterior coordinación de los distintos cometidos particulares, el logro de la acción común, sea una meta intencional, es decir, una realidad moral, y no sólo un resultado puramente mecánico e inconsciente para los trabajadores de la empresa. Para que el trabajo en la empresa sea verdaderamente humano y humanizador, es necesario que la empresa constituya un empeño compartido con vistas a un objetivo común; y para que esto sea posible, es preciso, a su vez, que este objetivo sea entendido corporativamente como la particular aportación y responsabilidad de la empresa de cara al bien común político.