p. 55 Aunque en sus consecuencias prácticas resulten opuestos, el totalitarismo y el individualismo tienen una raíz o punto de partida común: la exteriorización del bien personal con respecto al bien común. En ambos planteamientos, hablar de bien personal y de bien común es hablar de dos bienes distintos materialmente, externos y separables el uno del otro. Aquello en lo que consiste el uno es realmente distinto de aquello en lo que consiste el otro. Buscar y poseer –hacer propio– uno de ellos es, en la práctica, distinguible de buscar y poseer el otro: la acción en la que consiste lo primero es realmente distinta de la acción en la que consiste lo segundo.
En estas condiciones, es inevitable que la relación que se pueda establecer entre ambos bienes sea una relación de carácter meramente instrumental, y que, por tanto, cualquier subordinación de uno de ellos al otro, constituya necesariamente una forma de instrumentalización. Mientras el totalitarismo representa la instrumentalización del bien "personal" al bien "común", el individualismo representa la instrumentalización del bien "común" al bien "personal". Hay que escribir "personal" y "común" –así, entre comillas– porque, una vez que estos bienes quedan mutuamente exteriorizados, y la relación entre ellos resulta meramente instrumental, hemos dejado de tener ante nosotros un bien verdaderamente personal y un bien verdaderamente común, y hemos pasado a estar tratando de un bien individual y de un bien total, en el sentido de metapersonal.
Lógicamente, la exteriorización recíproca entre el bien común y el bien personal, supone la misma clase de exteriorización entre los sujetos respectivos de estos bienes. La sociedad y el hombre son cosificados correlativamente. Cada uno de ellos es convertido en una entidad completamente objetiva respecto del otro: en algo completamente puesto ante el otro, que posee una mismidad, un ser en sí mismo que de ningún modo involucra al otro, y respecto de lo cual, por tanto, este otro puede adoptar la posición de un puro observador externo. La sociedad y el hombre, la polis y el ciudadano son absolutizados respectivamente: son convertidos en dos realidades absolutas, la una con respecto a la otra. Pero, como la relación entre ellas es inevitable, lo que queda pendiente es cuál de ellas ha de instrumentalizar a la otra, es decir, cuál de ellas ha de rebajar a la otra de su condición absoluta, y relativizarla. Se trata, en definitiva, de decidir quién es el observador y qué es lo observado, pues la condición de observador externo es la que da paso a la condición de dominador técnico, de instrumentalizador.
El totalitarismo absolutiza la sociedad e instrumentaliza al hombre. La sociedad, la polis, el Estado es hipostasiado, es transformado en una especie de "metapersona": en un "alguien" o subjetividad singular, que posee existencia propia, y que es distinta e independiente de la subjetividad de cada uno de los ciudadanos. Así concebida, la sociedad reclama su fin propio frente a los individuos que se encuentran ante ella y bajo ella, sirviéndose de éstos y de sus respectivos bienes particulares para la consecución de aquel fin. La ordenación de estos bienes particulares al fin o bien propio de la sociedad, constituye una clara y completa instrumentalización. Se trata de una ordenación regida y diseñada mediante una racionalidad puramente técnica o instrumental, es decir, una racionalidad que, entrando en acción sólo después de que el fin ha sido completamente determinado, versa exclusivamente sobre medios externos y materialmente distintos respecto del mismo fin al que sirven. A diferencia de la racionalidad práctica o moral, la racionalidad instrumental no busca la perfección propia de aquello que ordena a un fin, porque, tratándose de dos realidades externas y separables, el bien de lo ordenado no es condición ni parte integrante del bien de lo ordenante y, por esto, el fin que se busca puede ser determinado completamente antes de saber qué deparará a los medios su ordenación al fin.
En el planteamiento totalitario, la ordenación del hombre a la polis no es la ordenación de aquél a un todo del que forma parte y en el que, por tanto, encuentra su propia realización; es la ordenación del hombre a un todo separado de él, respecto del cual el hombre no es más que un recurso externo. En este caso, la ordenación es sólo utilización, y el efecto de ésta en el recurso humano –su degradación o, incluso, su eliminación– no afecta en nada al bien del todo. El uso de un recurso puede implicar su consumo.
En la práctica, todo esto se traduce en un poder político que actúa en nombre de una supuesta totalidad viviente, de una totalidad que posee personalidad y vida propias, y a la que corresponde alcanzar, de manera imperativa, una meta histórica específica, al servicio de la cual es legítimo y necesario poner todos los recursos materiales y humanos disponibles. Esta meta nunca es, en el fondo, algo tan cercano y, a la par, tan abarcante e integrador como la constitución de una forma de vida buena para los hombres, de un habitar en común, sino que consiste en una meta que va más allá de todo esto, en un objetivo de mayor alcance y de definición más simple. A la consecución de este objetivo cuasi-escatológico, ha de quedar sacrificada la forma de vida en común, ordenada y estable, que los hombres pudieran tener ahora, pues la constitución de un habitar humano y común, la aspiración a una vida buena "sin más", ha de ser suspendida hasta que dicho objetivo sea alcanzado. En realidad, lo que persigue el totalitarismo no es un objetivo político, no es la configuración de una auténtica polis; es un objetivo meta-político, al que la polis, como comunidad de vida, queda supeditada, instrumentalizada, y convertida en comunidad de acción.
En el ciudadano concreto, esto significa que el orden general de su vivir se hace precario y permanentemente momentáneo, y que todas las dimensiones de su existencia quedan por completo a disposición del objetivo meta-político, y son dirigidas –de manera pasiva y externa– por el poder responsable del logro de tal objetivo. Ser miembro de la polis, estar ordenado a ella no significa ahora participar de un modo de vivir común y más perfecto que el individual; significa verse arrastrado en la "puesta en movimiento" de la polis entera hacia una meta que no es ella misma. El totalitarismo es la conversión de la polis en una comunidad de acción, en la que la acción lo es todo y lo merece todo.
El individualismo lleva a cabo lo contrario: absolutiza al hombre e instrumentaliza la sociedad. El hombre es visto como un todo cerrado y acabado, que posee su ser y valor completos en su propia condición absoluta, es decir, en lo que él es previa e independientemente de toda relación o vínculo que pueda adquirir. Como absoluto, el hombre es un puro individuo, un ser que es lo que es dividido, separado completamente de todo cuanto le rodea. Este hombre carece de relatividad constitutiva, no necesita entrar en relación, relativizarse, para ser efectiva y plenamente lo que es. Por tanto, su socialización, su vinculación a una realidad común no le aporta nada verdaderamente sustantivo, sino que sólo le proporciona mayores posibilidades instrumentales. Para un hombre así concebido, la sociedad no puede ser otra cosa que un orden instrumental, con el que poder perseguir, de manera más eficaz y segura, los bienes individuales que cada uno necesite o prefiera.