p. 44 Pueden distinguirse tres fases fundamentales en el proceso constitutivo del Estado moderno: la fase de la concentración del poder, en la que el poder político se erige claramente como soberano e, incluso, como absoluto; la fase del constitucionalismo liberal, cuyo objetivo es la limitación de ese poder, tanto mediante su división interna como mediante la estricta delimitación de su campo de competencia; y la fase de la democratización del poder, en la que, mediante la participación universal, se provee al Estado de una nueva legitimación que implica, de suyo, mayor intervención social por parte del Estado.

CONCENTRACIÓN DE PODER p. 45 (...) La concentración del poder –el absolutismo incluso–, con su acción niveladora de la ciudadanía, prepara en cierto sentido el camino hacia el igualitarismo democrático.
La nobleza era lo verdaderamente antagónico respecto del Estado. El Estado tenía que significar necesariamente la disolución de la nobleza, pues el monopolio de lo público implicaba arrebatar a ésta toda función pública, es decir, despolitizarla. La nobleza fue transformada, primero, de clase política en clase burocrática, en alto funcionariado, y, después, en mera clase social. A medida que fue perdiendo responsabilidades públicas, fueron quedando sin legitimación sus antiguos privilegios.
p. 46 El Estado es la obra política del racionalismo moderno, que busca dotar a lo político de la simplicidad, claridad y homogeneidad propias de lo geométrico. Concentración y unicidad del poder; uniformización de su modo de acción y del campo sobre el que ésta se despliega; y perfecta separación y delimitación de ese ámbito, gracias a la disolución de toda ecumene y a la atomización de la unidad política.
El factor que empujó e inspiró en mayor medida todo este proceso fue, muy posiblemente, la guerra: la necesidad de eliminar la guerra intestina o privada, y de adquirir mayor fuerza y capacidad para la guerra exterior. Este era, por ejemplo, el diagnóstico de Maquiavelo sobre la Italia de su tiempo. La soberanía significa, por encima de todo, el monopolio sobre la guerra. Sólo el soberano podía llevar a cabo la guerra y, por consiguiente, sólo podía haber guerra entre soberanos: guerras estatales[36].
p. 48 Pero fueron las guerras de religión –el hecho de que la guerra civil adoptara la forma de guerra religiosa– lo que dio carácter urgente a este proceso, y lo que vino a añadirle un sesgo particular. Frente a la guerra de religión, el monopolio estatal de la guerra implicaba la ilegitimidad, como causa de guerra, de cualquier motivo o razón que no fuera el Estado mismo, su existencia y fortalecimiento: la razón de Estado. Esta era la fórmula defendida por Bodino y por el resto de los denominados politiques. Era preciso eliminar la potencialidad bélica de cualquier factor social –en este y primer caso, la religión– que pudiera provocar una guerra cuyos agentes no coincidieran ni fueran coextensivos con los estados. Hacía falta, pues, neutralizar políticamente la religión.
Pero –al margen de algunas pocas excepciones– el modo como se llevó esto a cabo no fue propiamente una neutralización o despolitización de la religión, sino una estatalización de ella. Los estados confesionales, con sus iglesias nacionales, significaron la integración de la religión en la razón de Estado, que seguía siendo la única razón válida para la guerra. De este modo, la guerra de religión se convertía, efectivamente, en guerra estatal, y era el Estado el que administraba la religión en cuanto a su potencial bélico.
El Estado necesitaba eliminar toda diferencia social que amenazara con generar una división violenta. En este período, el Estado respondía a esta necesidad de uniformización mediante la asunción, por parte de éste, de uno de los términos de esa diferencia. El monismo propio del Estado actuaba como confesionalidad.
Posteriormente, el Estado practicó otra fórmula para llevar a cabo su objetivo de pacificación y auto-fortalecimiento. Esta fórmula consistió en una verdadera neutralización o despolitización de la religión y de otros factores sociales, es decir, en su privatización. La religión quedaba neutralizada políticamente, y –como la otra cara de la moneda– el Estado quedaba neutralizado religiosamente. El monismo del Estado actuaba ahora como neutralización, dejando fuera de lo estatal todo aquello que incluyera diferencias. Esta es la forma de estatalidad que instauraba el constitucionalismo liberal.



2º LIMITACIÓN DEL PODER: P. 49 En el constitucionalismo medieval, el poder supremo –el poder regio– era limitado "desde fuera": mediante otros poderes que competían con él, y que no actuaban como mera delegación funcional del poder regio. Ahora, en cambio, el poder –que era único y soberano– sólo podía ser limitado "desde dentro": mediante su interna división en tres poderes, según un criterio funcional, no personal ni territorial. El sentido de esta división era el mantenimiento de la soberanía pero eliminando, no obstante, el soberano.
Además, el constitucionalismo liberal restringía el poder político mediante otro tipo de límite: un límite estricto a su esfera de acción. Un vasto campo de la actividad humana – lo más amplio posible– quedaba protegido de la intervención del poder político. Este campo era denominado "la sociedad" o "lo social", por contraposición al ámbito de competencia del poder político, que era "el Estado" o "lo estatal"; y la protección de ese campo se articulaba como consagración de derechos naturales individuales e inalienables.

P. 49 El Estado actuaba como una estructura de neutralización, buscando la cohesión política mediante la despolitización de un número creciente de dimensiones de la existencia humana, y vaciando, así, de relevancia y sentido colectivos a las diferencias que esas dimensiones pudieran albergar[Francesco D'AGOSTINO, "Repensar el derecho en clave postmoderna", Atlántida, 1990/3, p. 83.]. El sentido primario de esa neutralización – hay que tenerlo en cuenta– era la seguridad y el fortalecimiento del propio Estado, como igualmente había ocurrido con el Estado confesional. Despolitizando y autonomizando lo social, el Estado limitaba las razones para rebelarse contra él o ponerlo en entredicho. Tanto la confesionalidad como la neutralidad –y no sólo respecto de la religión, sino de cualquier dimensión humana– no se ordenaban al mejor desarrollo de la religión, sino a la consolidación del Estado. El Estado confesional significaba la estatalización de la religión, es decir, el fortalecimiento del Estado mediante la religión; de la misma manera que la neutralidad del Estado, la privatización de la religión, significaba la otra forma de fortalecer la estatalidad. La lógica del Estado hace que éste se organice buscando sólo su estabilidad.
P. 50 (...) La concentración del poder –llevada a cabo en la primera fase del Estado– y la autonomización de lo social –añadida por el constitucionalismo liberal– eran las dos condiciones esenciales para una economía de mercado libre que pudiera desarrollarse en un amplio espacio. Todo esto respondía a los intereses de la burguesía, en contra de las prerrogativas políticas de la aristocracia y de otras instituciones del orden anterior.



DEMOCRATIZACIÓN DEL PODER Y POLÍTICAS DE IGUALDAD: P. 51 Finalmente, el movimiento democrático vino a poner en cuestión la legitimidad del Estado liberal. No bastaba el sometimiento del poder a los límites del constitucionalismo, es decir, no era suficiente el principio de legalidad. La validez del orden liberal estaba minada por la restricción censitaria de la participación política. Si sólo unos pocos tomaban parte en la confección de la ley, la igualdad de todos ante esa ley sólo podía significar una igualdad formal ante una ley que representaba materialmente los intereses de esos pocos, de lo cual sólo podía derivarse un perjuicio para aquellos cuyos intereses no estaban representados por la ley.
El Estado liberal cifraba su legitimidad en su capacidad para garantizar que lo social se desarrollara autónomamente, según sus leyes naturales. Pero el déficit de representatividad de la ley ponía en duda que lo social fuera auténticamente autónomo bajo ese Estado, y que las desigualdades sociales que se generaran fueran sólo fruto del despliegue natural de lo social, y no consecuencia también de la desigualdad política.
P. 52 No se pretendía acabar con el Estado constitucional liberal, sino, más bien, llevarlo a su verdadero cumplimiento: poner las condiciones verdaderamente suficientes de una auténtica autonomía de lo social, que permitiera considerar legítimas las desigualdades sociales que pudieran surgir en el seno de esa autonomía. De este modo, podía anularse la revolución, como respuesta destructiva a las falsedades del Estado liberal.
(...) El Estado, además de posibilitar la libertad, mediante su repliegue a la inacción en el campo de lo social, tenía que proveer de aquel nivel de igualdad material que hiciera del juego colectivo de esa libertad un proceso verdaderamente autónomo.
La democracia empujaba hacia la transformación del Estado liberal en Estado social del bienestar. Dentro del ámbito mismo del pensamiento liberal, toda una serie de autores –desde Marshall y Hobhouse, hasta Keynes y Beveridge– propugnarían la intervención estatal, para asegurar a todos un mínimo de bienestar, como base material necesaria para el desarrollo de la libertad y de la capacidad de consumo, dando así estabilidad al mercado.

Lo que, en el fondo, estaba en discusión era sólo en qué consistían las condiciones reales de una verdadera autonomía de lo social, pero no, que el objetivo de lo político fuera el establecimiento de esa autonomía. La democracia –con su tendencia socializadora– era específicamente la democracia del Estado, y lo que estaba llevando a cabo era la democratización del Estado liberal: el Estado mismo no estaba en cuestión. Hoy como entonces, los liberales conservadores acusan al Estado del bienestar de intervencionista, es decir, de estar vulnerando la autonomía de lo social y, más concretamente, de lo económico; mientras que los partidarios del Estado del bienestar acusan al liberalismo de estar favoreciendo a los económicamente privilegiados, violando así la autonomía de lo social. Si consideramos al socialismo democrático como el máximo defensor del Estado del bienestar, hay que reconocer que su tarea ha consistido en cumplir de veras el proyecto liberal [Bernard CRICK, In Defence of olitics, Penguin Books, 1964, p. 130].
(...) las exigencias reales de esa misma autonomización conducen hacia una progresiva intervención del Estado sobre la sociedad. La sociedad, que no tiene en verdad una naturaleza y unas leyes fijas, provoca constantemente conflictos y desequilibrios que es incapaz de resolver de manera sistémica, y hace, por tanto, necesarias nuevas actuaciones reguladoras por parte del Estado. Además, la idea de la autonomía de lo social hace que la sociedad se inhiba de responsabilidades públicas, haciendo más y más necesaria la respuesta del Estado. Una respuesta que, en virtud de esa misma autonomía, ha de consistir en una mera operación de control y supervisión, no en una acción reconfiguradora de lo social.
La propia lógica de la estatalidad lleva al progresivo agigantamiento del Estado como aparato de control y garantías. La pretendida autonomía de lo social se traduce, en realidad, en una completa burocratización de la vida en sociedad, demostrando así que no existe –ni de facto ni de iure– tal autonomía.