p. 180 Para que podamos hablar de virtudes, de cualidades apetitivas y operativas que valoramos positivamente, es preciso que, primero, nos pongamos a hacer algo con otros. No es la virtud misma lo que buscamos primera y directamente. En primer lugar, aspiramos a alcanzar con otros un bien común, y calificamos como virtudes aquellas cualidades personales que nos capacitan para realizar ese fin, y, por eso, procuramos adquirirlas. Para que sea posible conocer en qué consiste una virtud, desear adquirirla y saber cómo se adquiere, hace falta definir o crear la actividad común que vamos a llevar a cabo; de la misma manera que para ser un virtuoso citarista –tomando el ejemplo de Aristóteles–, es necesario haber creado antes la cítara. Comunidades y actividades diversas exigen virtudes también diversas. Una empresa –por ejemplo– que se organiza de manera muy descentralizada, necesita fomentar las virtudes empresariales en todos sus empleados; cosa que no es necesaria en una empresa fuertemente centralizada.

Las normas morales –como señala MacIntyre– consisten en las leyes constitutivas de la comunidad donde las aprendemos y seguimos, y su cumplimiento constituye nuestra capacitación para colaborar con la función propia de esa comunidad, es decir, nuestro perfeccionamiento como miembros de dicha comunidad [Alasdair MACINTYRE, Tres versiones..., op. cit., p. 241]. Las normas morales – obligatorias y perfectivas– surgen como exigencias prácticas que se derivan de la definición de la actividad común, del bien común, en que participamos.