p. 236 Lo mismo parece estar diciendo –y con mayor radicalidad– Tomás de Aquino, al sostener que ningún intelecto humano puede pasar al acto si no es por otro intelecto que ya esté en acto, es decir, por la intervención de un maestro [TOMÁS DE AQUINO, Summa contra Gentes, Lib. II, cap. 78.]. La adquisición de las cualidades activas –cognoscitivas o morales– propias del hombre, requiere, como punto de partida y apoyo, la presencia de una forma y de un nivel previos de actualización de esas cualidades; y el alcance de aquella adquisición depende, lógicamente, de la calidad de esa forma y de ese nivel previos.

Necesitamos, pues, contar con unas cualidades ajenas, con unas leyes, con unas formas institucionalizadas y, en definitiva, con un ethos, para poder alcanzar la virtud –en la medida y forma que esa base objetiva permita–, que nos capacitará, a su vez, para reformar ese mismo ethos inicial. La virtud nos hace capaces de una interpretación más rica del mismo ethos que ha hecho posible la virtud, de una apreciación más honda y penetrante de lo que ya veníamos haciendo, descubriendo así nuevas exigencias, que el no virtuoso ignora. Esas exigencias son los requerimientos que al ethos presente plantea la forma y nivel nuevos que, para la actividad que dicho ethos institucionaliza, se han hecho posibles merced a la virtud.