a) La religión en la "polis"

Forma parte de nuestra cultura política la idea de que la religión pertenece al ámbito de lo privado. Por evidente y familiar que nos resulte esta idea, no podemos olvidar que se trata de una novedad relativamente reciente, de origen europeo y extendida progresivamente, aunque todavía no se encuentra universalizada por completo. Durante la mayor parte de la historia humana, lo común e indiscutido ha sido que la religión formara parte, y parte principal, de lo que cada pueblo compartía públicamente. La teocracia –en formas más rigurosas o más mitigadas– ha constituido una experiencia por la que han pasado numerosas sociedades.
No ocurrió así, exactamente, en el caso de la cristiandad medieval. Desde sus inicios, el cristianismo sostuvo la distinción entre el poder "temporal" y el poder "espiritual". Esta distinción quedó pronto consolidada y precisada con la fórmula dada por el Papa Gelasio I para la relación entre ambos poderes (dualismo gelasiano). Pero sí hubo expresiones de cesaropapismo (intervención del poder temporal en los asuntos eclesiásticos), especialmente en Oriente, y manifestaciones de hierocratismo (intervención del poder sagrado en los asuntos políticos), especialmente en Occidente.
La causa fundamental y estructural de esto, era que esos dos poderes estaban concebidos como dos potestades (imperium y sacerdotium) igualmente propias e internas respecto de una misma y única sociedad; como dos jerarquías correspondientes a dos ámbitos igualmente pertenecientes a una misma res publica. En estas condiciones, era difícil que cada una de estas potestades, para defender su legítima autonomía, no se viera obligada a intervenir en las materias reclamadas como propias por la otra. Así como el poder temporal exigía al poder eclesiástico medidas disciplinares contra los que, con sus doctrinas, alteraban la paz social y minaban la legitimidad de este poder; de igual manera, el poder eclesiástico exigía al poder temporal medidas penales contra los que ponían en peligro la salud espiritual de las almas y dañaban la autoridad de la Iglesia. Todos estos bienes, los que concernían a una potestad y los que concernían a la otra, formaban parte, por igual, del bien común político: eran parte de lo público.
Estas dificultades desaparecerán con la privatización de la religión, es decir, con la, así llamada, "aconfesionalidad del Estado". Esta nueva fórmula política va abriéndose paso poco a poco –y no sin resistencias y ocasionales retrocesos–, impulsada en buena medida por las divisiones religiosas y los subsiguientes conflictos sociales y políticos. Se trata de una fórmula política que ha facilitado el reconocimiento de la diferencia de naturaleza y fines que media entre lo político y lo religioso como dos dimensiones de la existencia humana, y el respeto de la autonomía y de la capacidad de organización que corresponden a cada una de estas dimensiones.
La aconfesionalidad del Estado representa un orden político diferente, una modificación en la distinción entre lo público y lo privado. Puede decirse que, como novedad política, constituye un descubrimiento, un aprendizaje, un incremento de nuestra sabiduría política, que ha sido alcanzado a través de una peculiar experiencia histórica que, como tal, podría no haberse dado y que, de hecho, no se ha dado en otras gentes y culturas. Por esto, no debería sorprendernos demasiado la dificultad de otros pueblos para comprender e incorporar un orden político aconfesional.
Respecto de la polis, la aconfesionalidad consiste en una reconfiguración que aquélla se da a sí misma para perfeccionarse, para proteger su existencia y estabilidad frente a las divergencias religiosas que puedan darse en su interior, sin necesidad, para ello, de intervenir en las cuestiones religiosas. En otras palabras, la aconfesionalidad significa, desde el punto de vista político, el reconocimiento de que vivir privadamente la religión es, por razones políticas, un modo mejor de compartir este bien en la polis. Para el ciudadano singular, la aconfesionalidad significa un modo político de vivir la condición de creyente, que implica la libertad religiosa en la polis y la libertad política en la Iglesia. Y por lo que respecta a la Iglesia, la aconfesionalidad del Estado significa el reconocimiento de que no es necesario que la fe actúe como cemento social, y de que la religión no está obligada a ejercer de fuente de sentido y legitimidad del orden político.
Privatizar la religión es hacer de ésta uno de los bienes que los ciudadanos pueden vivir y compartir en la polis, en virtud de una identidad, distinta que su identidad política, que éstos pueden libremente asumir o no, siendo la posibilidad de vivir así la religión un bien que forma parte del bien común político, un factor de la calidad misma de la polis. Privatizar la religión no consiste, pues, en encerrar la práctica de este bien, la participación en él, dentro del ámbito de la intimidad de cada ciudadano, negando a la vivencia de la fe, a la condición de creyente que el ciudadano pueda tener, toda visibilidad social. En sentido político, es decir, desde la perspectiva que aporta la distinción público-privado, privatizar no significa ocultar o interiorizar. Significa reconocer la existencia de un bien, de un interés o valor, compartido por los ciudadanos –todos, muchos o pocos–, y juzgar que el mejor modo de compartir dicho bien dentro de la polis, de incluirlo entre los aspectos y posibilidades de la vida política, es compartirlo como bien privado y no como bien público.
Todo esto implica que las actitudes laicistas nada tienen que ver con la aconfesionalidad del Estado, ni expresan el verdadero sentido de la privatización de la religión. Bien al contrario, las propuestas laicistas de eliminar toda manifestación religiosa en la vida política, de vedar a la religión todo acto de presencia allá donde los ciudadanos comparecen con ocasión de algo distinto que la religión misma, constituyen en realidad una violación de la aconfesionalidad del Estado. Esto es así porque tales propuestas consisten en convertir en proyecto político, en objetivo público una determinada situación fáctica de lo religioso: una situación de falta de presencia y visibilidad, un estado de marginalidad, de decadencia o desarraigo. El laicismo hace de la consecución de un estado de cosas en lo religioso una meta de la acción política. Pero esto es, justamente, lo que no corresponde a un Estado aconfesional. Un Estado, una polis aconfesional es un orden político que ha renunciado a marcarse cualquier objetivo religioso, que ha inhibido a la acción política de la evolución y situación que pueda experimentar lo religioso. En un orden político así, qué ocurra con la religión en la vida ciudadana –cuántas religiones haya, cuáles crezcan y cuáles mengüen, qué signos y expresiones tengan unas y tengan otras, etc.– es una cuestión que depende, esencial y directamente, de la acción social, es decir, de la libre decisión de los ciudadanos creyentes.
Un Estado es confesional, tanto si se identifica con una determinada religión, como si se propone eliminar o marginar cualquier religión. Tanto lo uno como lo otro constituye un objetivo religioso por parte de la polis. En ambos caso, la religión no ha sido privatizada, pues, en los dos, se está haciendo de una meta religiosa una parte de lo público: algo que pertenece al pueblo en cuanto tal. La polis se convierte en instrumento de un deseo acerca de lo religioso; y esto es así en la misma medida en que la situación religiosa que se busca es vista como un instrumento al servicio de la polis.
Ciertamente, en una polis aconfesional, las propuestas y decisiones políticas no pueden estar basadas en razones religiosas, pues estas razones no se apoyan ni versan sobre lo que es público, sobre lo que todos los ciudadanos comparten en cuanto ciudadanos. Pero las razones que, en una polis aconfesional, puede aducir el laicista, sus deseos acerca de la religión en el marco de la polis, tampoco se fundan en lo que los ciudadanos comparten públicamente. Esas razones y propósitos no pertenecen a la cultura política de un pueblo que ha asumido la aconfesionalidad del Estado, es decir, que ha asumido una concreta delimitación de lo público y de lo privado.
En la polis en la que la religión forma parte de lo privado, la práctica y las manifestaciones religiosas sólo pueden ser limitadas políticamente cuando – como en el caso de cualquier otro bien privado– se den auténticas razones políticas para ello, es decir, cuando lo exija la realización y custodia de los bienes que se comparten públicamente. Pero, en una polis así, la ausencia de signos y expresiones religiosas en la vida ciudadana no es, por sí misma, un bien público, un objetivo de la acción política. Sobre la base de la pura aconfesionalidad del Estado, no es posible argumentar que la calidad de la vida política mejora si en ésta desaparecen los signos de la religiosidad privada de los ciudadanos.
Un Estado aconfesional no se organiza con el deliberado empeño de que la religión –un bien privado, compartido y valorado profundamente por muchos de sus ciudadanos– parezca no existir; de la misma manera que ningún Estado actúa con semejante propósito respecto de otros bienes privados –deporte, espectáculos, moda, etc.–, por mucho que éstos sean privados. Aunque se distinga entre bienes públicos y bienes privados, la polis, en conjunto, es tanto mejor cuanto más facilite, sin perjudicar lo público, la realización de los bienes que sus ciudadanos comparten privadamente, y el surgimiento y la vitalidad de las formas sociales e instituciones en las que los ciudadanos organizan la práctica de esos bienes. Existen, pues, razones políticas para el respeto y el favorecimiento indirecto de la identidad religiosa de los ciudadanos, por parte de una polis aconfesional: al actuar así, la polis mejora como polis.
Respecto de la religión, como respecto de cualquier otro bien privado, a la polis le corresponde tener en cuenta dos cuestiones: el interés subjetivo de los ciudadanos por ese bien, y el efecto objetivo que la práctica de dicho bien tiene para la vida común en la polis. La religión en general, y la cristiana en particular, puede producir, y ha producido, un efecto social –de educación moral, de actividad asistencial, de creación artística y cultural, etc.– de incuestionable valor; un efecto que difícilmente podría ser causado por las solas instituciones públicas. A este respecto, conviene señalar que es injusto y contrario a la realidad el empeño del laicismo por presentar la religión como una realidad constitutivamente polémica, como permanente fuente de conflicto, y como la principal, y casi única, causa de enfrentamiento entre los hombres. De esta imagen simplista e interesadamente deformada de la religión, el laicismo pretende extraer, como conclusión evidente, que enclaustrar la religión en el ámbito de la más reservada intimidad es siempre una medida que viene exigida por la misma posibilidad y estabilidad de la vida política.
Pero, como ya hemos visto, cuando la religión ha sido causa de conflictos sociales, no lo ha sido en cuanto pura y simple religión, sino en cuanto parte integrante de lo público, de la res publica. Cuando se ha dado, la conflictividad política de la religión no se ha debido a lo que ésta es, religión, sino al lugar que ha ocupado dentro del orden político. Precisamente, la privatización de la religión ha sido la medida política que ha servido para descargar a la religión, a las diferencias y controversias religiosas, de toda implicación política. No es necesaria, pues, ninguna medida adicional para garantizar la estabilidad de la vida política frente a las divergencias en materia religiosa. Si el laicismo pretende ir más allá de esto, es decir, si se propone algo más que la simple aconfesionalidad del Estado, no es porque la religión pueda representar un problema político en un Estado aconfesional, sino porque la vigencia social de la religión constituye un problema para la clase de sociedad que el laicismo ambiciona crear. Pero la aconfesionalidad del Estado implica que la acción configuradora de la sociedad, la acción política ha de ser llevada a cabo dentro de los límites establecidos para ella por una medida de la distinción entre lo público y lo privado que sitúa la religión dentro de este segundo ámbito. Estos límites son los límites que la polis se ha impuesto a sí misma, de cara a sus ulteriores decisiones políticas, mediante su primera y fundamental decisión política.
Es cierto que la función esencial de la religión no es de carácter social o político, sino salvífico y sobrenatural. La tarea de organizar y reformar la sociedad, que le corresponde al ciudadano creyente –junto con los demás ciudadanos–, no le corresponde primordialmente en cuanto creyente, sino en cuanto ciudadano. La fe no proporciona, inmediatamente y de suyo, una competencia especial, una posición privilegiada para juzgar y decidir sobre materias políticas. Pero esta verdad no obsta para reconocer que la vitalidad religiosa de los ciudadanos puede potenciar en ellos actitudes, virtudes y proyectos de incuestionable trascendencia para el bien común de la polis. Así será, efectivamente, en la medida en que la religión que profesen los ciudadanos sea una religión que –como ocurre con el cristianismo– pueda incluir la excelencia ciudadana del creyente como condición y expresión de la santidad o perfección religiosa de éste.