p. 27 Hablar de moral objetiva es una tautología, porque no hay moral si no está dotada de objetividad. Y esta objetividad supone necesariamente el abandono de la concepción individualista del hombre, y el reconocimiento de la primacía de la comunidad sobre el individuo[Philip J. ROSS, De-Privatizing Morality, Avebury, Aldershot-Brookfield, 1994, p.57].
El hombre como individuo no es agente moral, y la conducta de un individuo autónomo no es asunto de la moral. El hombre es agente moral –un sujeto cuya libertad posee relevancia y responsabilidad moral– en cuanto miembro de una comunidad, y su conducta en relación con los bienes de esa comunidad es aquello sobre lo que versa la moral[Ibid., p. 58.]. Recuperar la objetividad para la moral –recuperar la moral misma– no es sólo cuestión de hallar principios incuestionables, de validez universal; es necesario también, y sobre todo, re-socializar, re-publicitar la moral. Esos principios, para ser reales como principios prácticos, morales, necesitan encarnarse, materializarse, en la forma de una comunidad humana real.
Para que haya reglas suficientemente precisadas, es decir, suficientemente prácticas, es necesario que exista un concepto del bien que haya sido institucionalizado[10]. En toda sociedad, las instituciones actúan como una segunda naturaleza: proponiendo fines más determinados y generando capacidades más dinamizadas: los dos sentidos en los que actúa la naturaleza. Y es en la relación entre capacidades y fines, entre facultades que buscan su plenitud, y plenitud que incrementa esas facultades, donde se sitúa precisamente la moral.
No es posible vivir en sociedad –sea ésta del tipo que sea– tratando, al mismo tiempo, la opinión moral como si fuera una forma de propiedad privada. Si no existe un bien común unificante, sino sólo una pluralidad de bienes privados, inconmensurables entre ellos, la elección de unos y no de otros sólo puede apoyarse –como afirma MacIntyre– en meras preferencias subjetivas, que no pueden dar razón de sí[11]. Si fuera cierto que el liberalismo no propone ningún bien público y de carácter arquitectónico, y ninguna moral pública por tanto, sino que sólo instaura un sistema para compatibilizar una pluralidad de bienes e intereses privados; entonces, no sería posible que tal sistema estuviera compuesto de reglas precisas, justificadas y compartidas: sólo podría consistir en una perpetua y precaria negociación, en un equilibrio siempre revisable.
El liberalismo –y, curiosamente, no pocos de sus críticos– parece estar utilizando una filosofía moral que entiende la moralidad como algo que puede definirse para el hombre, antes y al margen de situar a éste en ningún tipo de sociedad y, especialmente, de la sociedad política. La sociedad pasa a ser un mero campo de aplicación de esa moral, ya definida en su contenido, que actúa como medida crítica. (...)
En verdad, toda moral humana supone, en el hombre, un grado y una forma de comunidad. Toda moral está configurada socialmente. Configurar la sociedad y definir la moral es uno y el mismo acto. Desconectar lo uno de lo otro implica no percatarse de que detrás de las prescripciones morales se encuentran, implícitas, determinadas formas de comunidad. Así, por ejemplo, el precepto de no robar supone una sociedad en la que se ha establecido la propiedad privada como modo de realización del bien común (es todo lo subrayado, y no sólo la propiedad privada, lo que hace del "no robarás" un precepto moral).
El hombre es un ser moral, no sólo por ser racional, sino por ser además social. Es naturalmente moral por ser naturalmente social. Por ello, toda definición práctica de lo primero lleva aparejada una determinación práctica de lo segundo. La filosofía moral y la filosofía política no se distinguen materialmente sino, más bien, como género y especie[12]. La filosofía moral, como saber acerca del recto obrar humano, considerado universalmente, es, al mismo tiempo, el conocimiento acerca del común vivir humano, considerado universalmente. Si estudia el bien moral en general, es porque está considerando también la vida social en general.
[10]. Alasdair MACINTYRE, "La privatisation du bien", Krisis, 16 (1994), p. 37.
[11] Ibid.
[12] TOMÁS DE AQUINO, In I Ethic., n. 6.
[13] TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q 22, a 3, ad 1.