p. 126 Pero, en último extremo, a la ley le corresponde ser trascendida, no sólo en su dimensión motiva o compulsiva, sino también en su dimensión informativa. Para adquirir la virtud, tenemos que empezar por hacer actos de virtud, sin contar, claro está, con la correspondiente virtud para ello. Aprendemos a hacer algo, haciéndolo. Podemos realizar actos de virtud sin ser aún virtuosos; podemos hacer algo que hay que aprender a hacer, sin todavía saber hacerlo, si contamos con una guía externa, con un patrón instituido y objetivado, al que nuestros actos puedan amoldarse. En cualquier actividad –técnica, artística o moral–, la primera práctica de ella, la que llevamos a cabo para adquirir la correspondiente excelencia o virtud, es una práctica según un patrón objetivo e institucional. La ley, en cuanto forma del obrar, es el canon o medida exterior, objetiva e institucional, que nuestros actos han de reproducir para poder ser actos de virtud antes de que nosotros seamos virtuosos.

Ateniéndonos a la ley, logramos que nuestros actos sean la clase de actos cuya reiteración genera en nosotros virtud. La virtud es el patrón interno y subjetivo de nuestros actos –el carácter o forma de ser del mismo sujeto–, que proporciona a nuestros actos de virtud un nivel de perfección que es superior al expresado por la ley que dicta estos mismos actos; es decir, un nivel de excelencia que es superior al que alcanzan nuestros actos de virtud cuando consisten en atenerse y reproducir lo dicho por la ley. A este patrón interno y subjetivo, que es la virtud, le corresponde sustituir a ese patrón externo y objetivo, que es la ley. Nuestros actos son más perfectos en la medida en que son más plenamente virtuosos –procedentes de la virtud y conformes con ella– y menos estrictamente legales –motivados por la ley y amoldados a ésta–. La virtud da lugar a un modo de obrar que trasciende la forma, la definición que este mismo obrar encuentra en la ley. La ley nos inicia –moviéndonos e informándonos– en acciones compartidas, constitutivas de nuestro vivir en común, para que, mediante esta práctica inicial, alcancemos la virtud en estas acciones y trascendamos así lo que la ley representa –como motivación y como información– respecto de ellas. Por esto, cuanto menor es la virtud de los ciudadanos, más severas, numerosas y prolijas necesitan ser las leyes, para que la vida en común se mantenga.

El efecto de la ley en las motivaciones, tendencias y hábitos de los ciudadanos, es aquello en lo que radica la índole moral de la ley. La ley tiene carácter moral porque induce en los ciudadanos la formación de un tipo de carácter, de un modo de ser práctico: un modo de apetecer y de obrar. La calidad moral de una ley descansa en la clase de personas que genera, o ayuda a generar, a través de la realización de las acciones que manda, o de la omisión de las acciones que prohibe. No tiene, pues, sentido el pretender un uso puramente técnico o amoral de la ley: obtener una determinada conducta de los hombres mediante la ley, sin que con esto se esté influyendo en ellos mismos, y propiciando un cambio en su modo de ser. La ley no opera de manera técnica porque los hombres, sobre los que actúa, no son una materia que, bajo el efecto de la ley, permanece estable e inalterada en su integridad. Pretender que la ley actúe de manera técnica es pretender que permanezca definitivamente como razón puramente externa del obrar humano.

Toda ley promueve el valor que encarnan las acciones que prescribe, y descalifica lo que se expresa en las acciones que prohibe. Aristóteles reconoce que los hombres más valientes se encuentran en las ciudades donde se honra a los valientes y se deshonra a los cobardes126. Y Santo Tomás, comentando a Aristóteles, señala que la ley que estima la riqueza más que la virtud, acaba haciendo avariciosa a la sociedad127. La clase de sociedad que exista, la clase de personas que sean sus ciudadanos será reflejo, en buena medida, de las leyes vigentes en ella. Una ley es moralmente positiva cuando el cumplimiento de lo que la ley dicta hace mejores a los ciudadanos, facilita en ellos el desarrollo de la virtud. Por el contrario, una ley es moralmente negativa cuando el acostumbramiento de los ciudadanos a lo que la ley dicta, empeora a éstos en cuanto ciudadanos, los indispone e incapacita para el bien común. Esta ley es tanto más perjudicial para la sociedad cuantos más sean los ciudadanos que se atengan a ella, y cuanto más se haga costumbre en ellos el contenido de esta ley.

126. Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1116 a 20-25.
127. Santo Tomás de Aquino, In II Politic., lect. 16.