p. 365 Por esto, no tiene sentido –al menos, sentido jurídico– definir derechos tomando como medida –como hace la D.U.D.H.– lo necesario para una existencia conforme a la dignidad humana, para el libre desarrollo de la personalidad, o para un nivel de vida adecuado que asegure la salud y el bienestar. Lo necesario para cumplir estas expectativas no puede servir de medida para los derechos, porque lo necesario para ellas no tiene medida alguna: es, de suyo, ilimitado. Esta es, precisamente, la causa de la imparable inflación de derechos humanos, a la que asistimos en la actualidad. Una vez tomada la condición humana y sus exigencias como medida de los derechos, es lógico que cada día puedan ser reclamados nuevos derechos, que, sin dificultad, pueden ser incluidos en una medida que es ilimitada: en una medida que no pone límite o medida a los derechos. Las exigencias de la condición humana y de una vida conforme a la dignidad de esta condición, pueden ser multiplicadas constantemente. Si estas exigencias marcan inmediatamente los derechos del hombre, entonces estamos abocados a acabar afirmando, con Hobbes, que el hombre posee, por naturaleza, un ius in omnia.
Es evidente que abrir las puertas a la multiplicación ilimitada de los derechos, equivale a poner en peligro la realidad misma de éstos, su significación y valor efectivos. Por esto, para que al hablar de derechos estemos hablando de algo real, con auténtica significación práctica, es necesario que concibamos los derechos a partir de un fundamento que nos permita dotarles de limitación, que nos proporcione un criterio racional para limitar los derechos.
(...)

p. 366-367
A pesar de lo que se piense y se desee, un bien no se convierte en derecho por el mero hecho de que así sea declarado, por muy solemne y universal que esa declaración sea. Los derechos no cobran realidad por arte de declaraciones, sino en virtud de la calidad que pueda alcanzar la realidad común de una sociedad. Por esto, las severas condenas que se formulan contra países a los que se acusa de no respetar los declarados derechos humanos, corren el riesgo de ser condenas infundadas, en la medida en que no se tiene en cuenta si las condiciones reales de esos países –su bien común realmente posible– permiten la existencia de tales derechos.

Así, por ejemplo, se condena universalmente el trabajo infantil, como una violación del derecho humano a la educación –y, según algunos, ¡a la infancia!–; y se habla en foros internacionales, de obligar a los países donde se da tal práctica a prohibir el trabajo de los niños y a garantizar el derecho a la educación gratuita. Pero es obvio que, en países depauperados, no es posible el sostenimiento público de un sistema escolar universal, y que, además, muchas familias pueden necesitar del trabajo de todos sus miembros para asegurar su subsistencia común. En tales circunstancias, no se está violando ningún derecho a la educación, y mucho menos, a la educación gratuita –que claramente se identifica con escolarización–, por la sencilla razón de que, en esos países, tal derecho no existe.

No hay duda de que sería deseable que la educación –y otros muchos bienes– constituyera un derecho en todos los países; pero este deseo no convierte ningún bien en un derecho realmente existente. Proponer que todas las comunidades políticas alcancen las condiciones de vida en común que hacen posible la existencia de ciertos derechos –la conversión de ciertos bienes en derechos–, puede representar una directriz valiosa y orientadora, pero es algo muy distinto de declarar que, universalmente, todos esos bienes son derechos.

La D.U.D.H. puede ser tomada como una declaración de desiderata, como el diseño de un horizonte político-jurídico que se propone universalmente; pero no puede ser considerada como una definición de verdaderos derechos, como un auténtico texto jurídico. Por esto, la D.U.D.H. debería servir de motivo para que los países en los que esos derechos ideales sí pueden ser derechos reales, procedieran a proveer, a los países necesitados, de las condiciones colectivas que hacen posible la existencia efectiva de tales derechos; en lugar de servir de instrumento para que aquellos países impongan censuras y obligaciones a los países que no "cumplen" lo contenido en esa Declaración. El grado en el que dicha Declaración –como formulación de un ideal– puede ser obligatoria universalmente, no depende sólo de que haya sido firmada por la casi totalidad de los países, sino que depende principalmente de que se provea universalmente de las condiciones reales para la validez de lo declarado.