p. 327 La afirmación del individuo en sus derechos inherentes es, al mismo tiempo, el aislamiento del hombre en su dorada individualidad. La coraza de derechos de que está revestido, le protege tanto como le aísla. El hombre deja de ser y de aspirar a ser un ciudadano, y se convierte en el solitario titular de unos derechos que supuestamente no debe a nadie, y que para su protección ya está el Estado. El sujeto típico de estos derechos es –como Hannah Arendt percibió– un hombre abstracto, aislado y privatizado, que carece de lugar y de papel en la construcción de un mundo común. En la misma medida en que la realidad de este mundo parece superflua para el valor de ese hombre y de sus derechos, él mismo resulta superfluo para dicho mundo. Cuando la sociedad acaba consistiendo en "soledad organizada", queda preparado el camino hacia el totalitarismo[1]. Un totalitarismo que puede tener la forma sutil y soportable de una sociedad que mientras que, por una parte, promueve la diversidad y la autonomía entre puros individuos humanos, por otra, amplía permanentemente el nivel de regulación y vigilancia y el aparato burocrático, haciendo tanto lo uno como lo otro, en nombre de los derechos inherentes de esos individuos.
p. 327 Perder la idea de que los derechos propiamente dichos son siempre los derechos de un pueblo, el patrimonio jurídico logrado por una sociedad en el curso de su esfuerzo por dotarse de un orden verdaderamente común y sostenible, y pasar a pensarlos como una dotación puramente individual y proporcionada por la sola naturaleza, conduce a debilitar el ideal de una ciudadanía activa y responsable, y a adormecer la conciencia de que la sociedad es una autodeterminación colectiva, que exige necesariamente mucho más que garantizar derechos individuales: que exige adoptar valores, costumbres y propósitos comunes.
En la medida en que los derechos de cada uno parecen independientes del patrimonio logrado colectivamente, disminuye en cada uno la importancia, el interés y la capacidad de asumir lo común, de hacerlo propio, de participar y hacerse responsable de formas de vivir y de obrar compartidas; y, en consecuencia, el aumento de la disparidad y del extrañamiento entre los individuos, exige la ampliación del control estatal.



[1] Hannah Arendt, op. cit., pp. 575-579.