p. 361 En el caso de los derechos humanos, la fórmula elegida no sólo no deriva inmediata y necesariamente de ese valor que es la dignidad humana, sino que tal fórmula está mediada por el pensamiento liberal, y responde a la concepción liberal de la dignidad humana, y a la concepción liberal del derecho. Que la formulación práctica de la dignidad humana pueda consistir en una enumeración concreta, fija y universal de derechos, sólo es concebible desde categorías liberales: desde una dignidad humana entendida como autonomía e inmunidad individual, y desde un derecho entendido como patrimonio prepolítico del individuo, que le sirve a éste de coraza protectora frente a las ataduras de lo colectivo. En el liberalismo, y en la doctrina de los derechos humanos, la dignidad humana siempre resulta ser una dignidad antipolítica, una cualidad que enfrenta al hombre contra la polis: siempre resulta ser la dignidad de un individuo. Pero la consideración del hombre como individuo, como un ser abstraído y desvinculado de toda comunidad real, sólo nos depara un sujeto abstracto, del que no se sabe qué es lo que le hace tan digno. Y declarar derechos para un sujeto así, sólo puede proporcionar a éste un conjunto de derechos, tan abstractos –tan desvinculados de condiciones comunitarias reales– como ese mismo sujeto.
p. 362 Este carácter abstracto –apolítico– de los derechos humanos es la causa de las deficiencias y dificultades que afectan a estos supuestos derechos. En primer lugar, muchos de ellos resultan difícilmente exigibles: por ejemplo, el derecho al trabajo. No se sabe a quién puede reclamar un desempleado el trabajo de que carece; ni tampoco se sabe quién –si es que hay alguien– ha cometido una injusticia cuando una persona pierde o no encuentra un empleo. Un derecho que no implica una obligación por parte de otros, y cuyo incumplimiento tampoco supone una injusticia cometida por alguien, no es realmente un derecho.

p. 362 Además, el carácter abstracto de los derechos humanos hace que fácilmente resulten contradictorios y conflictivos entre ellos mismos. El derecho a la propia cultura de quienes ejercen su derecho al asilo en cualquier otro país, o a cambiar de nacionalidad, puede entrar en colisión con el derecho a la propia cultura de los ciudadanos autóctonos de ese país. Si el derecho de asilo, o el derecho a cambiar de nacionalidad está garantizado universalmente, el derecho a la propia cultura no puede estarlo. Lo mismo puede ocurrir entre el derecho a la libertad de expresión, y los derechos a practicar públicamente la religión y a no ser molestado a causa de las propias opiniones. El problema no es tanto que estos derechos puedan resultar contradictorios, sino, principalmente, que la doctrina sobre tales derechos no nos provee de un criterio racional para establecer una priorización objetiva de ellos, que pueda servir para solucionar objetivamente los conflictos entre esos derechos. Esa priorización no puede hacerse sobre la base de alguno o algunos de esos derechos, pues una jerarquización no puede ser establecida tomando como fundamento lo mismo que queda jerarquizado. Sin la referencia a un marco común real –a las exigencias de un bien común–, y contando sólo con una enumeración de derechos individuales, otorgar primacía a alguno de ellos no puede ser otra cosa que una valoración o preferencia subjetiva.
p. 363-364 Si, por ejemplo, el derecho humano a circular libremente y a elegir lugar de residencia en el entero territorio de un Estado, fuera limitado por algún Estado concreto, esta medida política sería inevitablemente juzgada como injusta, desde el solo contenido de la D.U.D.H. Sin embargo, no hay razón para rechazar a priori y radicalmente la posibilidad de que semejante decisión política pudiera ser legítima en razón de particulares circunstancias colectivas: por ejemplo, que se tratara de un Estado que sufre un proceso de desmedida y progresiva concentración de población, que genera incontrolables megalópolis, realmente inhumanas. Si en este contexto común, esa decisión política fuera válida, no nos encontraríamos ante la limitación de un derecho – de un derecho preexistente–, sino que nos encontraríamos ante aquello que constituye el contenido del derecho real y verdadero; ante lo único que, en esa realidad común, existiría como derecho: una libertad de circulación y de elección de residencia limitada. Antes de tener en cuenta las condiciones de esa sociedad, no podríamos hablar de lo que corresponde –real y prácticamente– a los miembros de ella como derecho.