p. 263Todo esto pone claramente de manifiesto la inspiración netamente individualista de la teoría de los derechos naturales; y una teoría que tiene en el individuo su centro de atención y su punto de partida, no es capaz de dar razón de una realidad esencialmente social, como es el derecho. Eliminando la referencia al bien común, a la realidad compartida, y arrancando exclusivamente del individuo, de sus capacidades esenciales, de su autoposesión y autodominio, no es posible alcanzar el derecho, hacer que comparezca la realidad jurídica. Partiendo del individuo, por mucho que progrese nuestro razonamiento, seguimos moviéndonos en el ámbito de lo meramente fáctico. La capacidad de autodominio y de dominar lo otro, que el ser humano posee por el mero hecho de ser humano, no es, en sí misma considerada, una realidad jurídica, y no lo es porque, precisamente en un planteamiento en el que todo comienza con el individuo, esa capacidad es sólo algo que se da de hecho. Esa capacidad no tiene una medida precisa y reconocible –es de suyo ilimitada–, se hace igualmente presente en el obrar recto y en el incorrecto, y no justifica por sí sola que deba ser respetada en un individuo por parte de los demás, es decir, que deba ser admitida como límite de la misma capacidad de autodominio de los demás. Para que exista una razón para el respeto de esa capacidad –una razón en el doble sentido de "razón": motivo y medida–, hace falta algo más que esa misma capacidad. Hace falta la presencia de una realidad exterior que sea objeto de esa capacidad y que sea parte del contenido de un bien común realmente identificable.
Al situar en el autodominio que el hombre posee por naturaleza, el principio de los derechos naturales, es decir, el primer y fundamental derecho natural, lo que se está haciendo es erigir inmediatamente en derecho una capacidad humana natural, tomada en sí misma, en su realidad absoluta y fáctica. De esta manera, todo lo jurídico comienza con un primer derecho, que es absoluto e ilimitado, y cuyo ejercicio es, por tanto, incontrolable. Esto es precisamente lo que Hobbes quiso mostrar, con la intención de concluir que lo que cabía sostener racionalmente no era la limitación del poder mediante los derechos naturales, sino la limitación o suspensión de estos derechos, para dar lugar a un poder capaz de poner orden y seguridad entre individuos dotados de tales derechos.


[Por eso el trabajo tampoco puede de ser el fundamento de la propiedad privada, porque es un hecho]
p. 263-264 En la teoría de la propiedad de Suárez y de Locke, al hacer del trabajo la fuente de la propiedad, la misma propiedad está siendo reducida a mera posesión fáctica. El trabajo, en sí mismo considerado, como actividad transformadora de una materia previa, como ejercicio y expresión del autodominio del hombre y de su consiguiente dominio sobre las cosas, no otorga ningún carácter, estatuto o régimen jurídico al resultado de esa actividad: no lo constituye en propiedad. Transformar una materia, imprimir en ella una nueva forma, un nuevo valor, una nueva utilidad, no es necesariamente modificar su condición jurídica. No basta la relación entre el trabajador y el producto, para que esto último se convierta en derecho del primero, pues se trata de una relación simplemente técnica, establecida por un acto y un interés meramente individuales. Sólo de una relación intersubjetiva, fundada en un acto comunitario, en la decisión de ser algo colectivamente, puede surgir el derecho, es decir, una atribución.
p. 265 Toda teoría que intenta explicar la propiedad a partir del trabajo como expresión del autodominio del individuo, fracasa en su intento. La propiedad no es explicable ni justificable como proyección ad extra de la autopropiedad del individuo. Y lo mismo puede decirse de cualquier otro derecho. Sólo desde la sociedad, como comunidad positiva, y por razones de bien común, puede darse razón de la existencia de la propiedad. Así, por ejemplo, en Tomás de Aquino la propiedad aparece fundada en la convención, no en la naturaleza, y justificada por razones sociales[1]. La existencia de este derecho, las formas de dominio que implica en el sujeto, las cosas que son susceptibles de ser propiedad, y los procedimientos válidos para adquirir algo como propiedad, son determinaciones que una sociedad toma sobre sí misma, sobre la forma en la que sus miembros pueden participar en el bien común de esa sociedad. Y todas estas determinaciones se toman por razones sociales, y dependen de las condiciones, características, necesidades y posibilidades de la sociedad. Puede ser muy lógico que, entre los procedimientos admitidos para generar propiedad, se encuentre el trabajo; pero esto significa que, si el trabajo es fuente de propiedad, no lo es, simplemente, por su misma naturaleza, en cuanto actividad transformadora de una materia previa, sino que lo es por la misma razón que cualquier otro modo de apropiación: porque así ha sido establecido socialmente.
La propiedad de un bien supone excluir a quienes no son el propietario de ese bien, del uso y disfrute de éste, más allá de lo exigido por el uso de ese mismo bien por parte del sujeto titular. Algo así sólo puede justificarse por el beneficio que esta forma de disponer de las cosas genera para la sociedad, en cuanto que constituye el modo más idóneo de preservar, desarrollar y disfrutar ordenada y diligentemente el patrimonio común de los ciudadanos. Toda propiedad –como todo derecho– es algo atribuido por la sociedad a uno de sus miembros, no algo arrebatado a lo común por un acto de dominio del individuo. Y la razón de esta atribución es la confianza de la sociedad en que tal atribución será para beneficio de la misma sociedad. Por esto, acierta Finnis al afirmar que el propietario es siempre, en cierto sentido, un propietario fiduciario[2].



[1] STh., II-II, q. 66, a. 2c. y ad. 1.
[2] John Finnis, op. cit., p. 202.