[El positivismo metodológico se diferencia del positivismo ideológico en que éste considera que lo valioso es atenerse al derecho positivo, mientras que el positivismo metodológico no dice que sea necesariamente valioso el derecho positivo, sino que es el único que puede ser reconocido por la ciencia jurídica. Reconoce que puede existir "otro derecho ideal", pero no es competencia de los juristas investigarlo, ni de la ciencia jurídica exponerlo. En realidad, va más allá, porque considera que el único conocimiento racional posible es el conocimiento científico, que no incluye valoraciones ni referencia a fines. Esto es un conocimiento adicional, no racional, más emotivo, más subjetivo, "ideológico".]

p. 190-192 Claramente, Bobbio está dejando al margen toda consideración finalista, tanto respecto del derecho como del lenguaje, y, por ello, está vaciando de sentido la misma diferencia entre lo fáctico y lo ideal, que dice reconocer, pues esta diferencia sólo tiene sentido y posibilidad si lo fáctico posee carácter teleológico. La diferencia entre lo ideal y lo fáctico, es decir, la posibilidad de concebir una condición o modo de ser ideal relativa a lo existente de facto, sólo tiene sentido si lo fáctico consiste en una realidad a la que le es inherente un determinado fin, que es principio definidor y constitutivo de esta misma realidad. Lo ideal no es otra cosa que la expresión de esa realidad fáctica cuando dicho fin se encuentra plenamente realizado (lo que Aristóteles llama "entelecheia"). Por tanto, la conformidad o disconformidad de lo fáctico con lo ideal, no puede no afectar a aquello que lo fáctico sea, a lo que pueda decirse con verdad del ser de lo fáctico. A pesar de ser disconforme con lo ideal, lo fáctico será de la misma naturaleza que lo ideal –derecho, lenguaje– mientras esa disconformidad no sea de tal grado que suponga la ausencia completa, en lo fáctico, del fin que se realiza plenamente en lo ideal.
Los hechos lingüísticos, aunque no sean conformes con el lenguaje ideal, pueden ser lenguaje; pero pueden serlo mientras conserven, y en la medida en que lo conserven, el fin propio del lenguaje, que es la comunicación. Privados por completo de esta finalidad, los hechos lingüísticos quedan reducidos a mera producción de sonidos o de grafismos, y de esta manera dejan de ser hechos lingüísticos, no son lenguaje. Lo mismo se puede decir del derecho positivo. Un orden normativo existente de hecho, que careciera por completo de la intención de ordenar con justicia la sociedad, no sería derecho, al igual que una medicina que no pretendiera de ningún modo curar, no sería realmente medicina[1]. No cabe admitir la posibilidad de un derecho ideal, sin concluir de ello que el derecho existente de hecho será verdadero derecho en la medida en que sea conforme –o sea limitadamente disconforme– con el derecho ideal. Si, para evitar esta conclusión, se rechaza la existencia de un derecho ideal, este rechazo supone necesariamente privar al derecho de todo fin o propósito, y reducirlo, por tanto, a un hecho bruto.

Lo paradójico del positivismo metodológico es que, por una parte, reduce el interés epistemológico por el derecho al derecho positivo, es decir, al derecho puesto por la voluntad humana, y, por otra, afirma que el conocimiento adecuado a la realidad del derecho es del mismo tipo que el desarrollado por las ciencias naturales, esto es, por las ciencias que versan sobre aquello que no ha sido puesto o producido por la voluntad humana. Por esto, este positivismo, mientras reduce su objeto al derecho puesto por el hombre, pretende conocer este derecho haciendo abstracción de toda referencia a fines y, por consiguiente, de toda valoración, pues es la valoración lo que los fines hacen posible. Este positivismo pretende conocer el derecho como se conocen, efectivamente, los hechos naturales. Pero lo puesto por la voluntad humana es, precisamente, lo que no puede ser comprendido al margen de fines, pues la acción es intencional: todo agente obra por un fin. Lo que es obra humana sólo puede ser comprendido si es objeto de una consideración teleológica y, por tanto, valorativa. Comprender el derecho positivo es comprenderlo como el orden normativo puesto por una sociedad con un determinado fin, y conocer este fin es, a la par, medio necesario para comprender el derecho positivo y para valorarlo, es decir, para juzgar hasta qué punto el orden puesto está sirviendo para alcanzar el fin para el que se puso. Respecto del derecho positivo –como respecto de todo lo que es producto de la voluntad humana–, la única descripción válida es la que contiene la posibilidad de la valoración.

Mientras que lo natural se conoce acertadamente en la medida en que se conoce objetivamente, es decir, en la medida en que lo conocido es distanciado y desligado de los fines e intereses que el hombre pueda tener sobre ello, por el contrario, lo humano, aquello que tiene como principio al hombre, sólo se conoce correctamente en la medida en que lo conocido encierra en sí mismo el fin o propósito de la voluntad que es su principio. Así como proyectar sobre los hechos naturales fines o intenciones que son sólo propios del hombre es una forma de antropomorfismo, de distorsión de la realidad natural, de igual manera, sustraer todo lo teleológico e intencional de los hechos humanos es una forma de naturalismo, que distorsiona completamente la realidad humana. Privado de todo fin, ni el derecho es derecho, ni el lenguaje es lenguaje. Se entiende que Hennis, en el contexto de la filosofía de los asuntos humanos y prácticos, haya hablado de "el infructuoso punto de partida de la investigación positivista"[2].

p. 193 Y, si el derecho positivo es el único derecho que cabe afirmar y conocer racionalmente, la cuestión de su valor y obligatoriedad se reduce a la cuestión de su existencia. ¿Qué razón habría para afirmar científicamente que algo es derecho, y negar, al mismo tiempo –y de manera no científica– que deba ser obedecido? (...)


[1] Manuel Atienza, op. cit., p. 108.
[2] Wilhelm Hennis, Política y filosofía práctica, Sur, Buenos Aires, 1973, p. 103.