p. 294 El carácter revolucionario e ideológico de los derechos naturales, explica el tono dogmático, perentorio y rotundo con el que estos derechos eran y siguen siendo invocados. Reivindicar estos derechos no es algo similar a propugnar una serie de rectificaciones y mejoras en el orden político y social, contando con muy sólidos argumentos a favor de la justificación y oportunidad de esas correcciones. Reivindicar estos derechos es afirmar de manera terminante la necesidad incondicional de reconocer lo ya existente, por naturaleza, en cada uno de nosotros. El lenguaje de los derechos naturales no es el lenguaje del diálogo público, de la interpelación y la argumentación; es el lenguaje que expresa la convicción de disponer ya de la conclusión de todo posible debate. En cierto sentido, estos derechos excluyen la obligación de dar razón de ellos mismos.
En su obra Anarchical Fallacies, Bentham criticaba el dogmatismo con el que los revolucionarios proclamaban los derechos naturales, y acusaba a la doctrina sobre la existencia de tales derechos, de ser pura demagogia, y de servir de estrategia para reclamar una serie de beneficios, sin tener que razonar esta reclamación, y para poder acusar de tirano al poder que se negara a concederlos[1]. Lo que en el contexto de una herencia común podía ser una reivindicación perfectamente argumentable –como Burke ponía de manifiesto– la invocación de los derechos naturales lo convertía en una exigencia absoluta e innegociable. El dogmatismo de la proclamación de los derechos naturales se debe, en última instancia, al rasgo que quizá sintetiza mejor el carácter revolucionario de la afirmación de estos derechos: la pretensión de que quepa una respuesta a los problemas sobre lo justo, que sea, a la vez, histórica y definitiva. Y es el afán de seguridad en lo práctico, lo que alimenta esta pretensión, lo que despierta la aspiración, y como la necesidad, de disponer de una medida de lo justo que no dependa de nuestra capacidad de comprender lo particular, de la rectitud de nuestras intenciones, y de la prudencia de nuestras estimaciones.



[1] J. M. Kelly, op. cit., p. 276.