[La virtud se requiere para aquello que no está suficientemente determinado por la naturaleza (por ejemplo, dormir o hacer las necesidades básicas), ni es tan genérico como el apetito universal del bien. La virtud se requiere para inclinarse a lo común como hacia el propio bien]
p. 178 (...) El hábito no hace falta cuando, para realizar algo, la naturaleza está suficientemente dotada, es decir, suficientemente determinada. No es precisa la virtud para amarse a sí mismo, ni para apetecer el bien propio, ya sea en la forma de bien en general, o en la de bien particular de un apetito sensible. La moral – como problema y como capacitación necesaria– surge cuando, respecto de una praxis, lo natural no está suficientemente determinado, y lo inmediato y particular no es válido en su determinación. La moralidad, la virtud, se encuentra involucrada, por tanto, en el apetito de un bien que, frente al bien en general, es concreto y que, frente al bien particular e inmediato, es universal y mediato. Este bien es un bien común. El crecimiento en la virtud consiste, pues, en la elevación de la forma determinada de ejercer el necesario apetito del bien propio o felicidad: desde la forma de un apetito del bien inmediato y particular, hasta la forma de un apetito del bien común. Por consiguiente, donde no es posible la referencia a un bien común, la moral carece de toda presencia.

[la ley obliga porque es la expresión de un bien común que es nuestro bien]
p. 178 Lógicamente, esto vale lo mismo respecto de la ley y el deber, ya que la ley es sólo una propedéutica de cara a la virtud. La ley sólo puede ser expresión de un bien común, no de un bien particular: ya sea el de uno mismo o el de otros. La ley que nos obliga es la ley que es expresión de aquel bien común que nos corresponde, que está llamado a ser nuestro bien propio. El bien común es la fuente de toda obligación o deber. No son los bienes o finalidades de los otros la causa de que uno quede obligado respecto de ellos. Lo que puede obligarnos no es ni un bien ajeno ni un bien propio particular; es sólo un bien común: un bien que es propio sin ser particular o exclusivo. No es posible estar obligado por un bien que no podemos apetecer –por ser ajeno–, o que apetecemos espontánea e inmediatamente –por ser particular–.
Si la ley es una propedéutica de cara a la virtud, y la virtud es un apetito "necesario" y adquirido del bien que nos corresponde, es decir, un apetito espontáneo pero mediato; entonces, la ley sólo puede ser una obligación respecto de un bien que puede ser objeto de esa clase de apetito. Sólo estamos obligados por aquello que podemos llegar a apetecer virtuosamente.
En sentido estricto, la obligación hace referencia al motivo de la acción; no, al contenido de ésta. La ley –para ser auténtica ley– no puede expresar sólo la medida de la acción, sino que ha de expresar también el motivo de actuar según esa medida. De nada sirve establecer la medida de lo justo, si carecemos de un motivo para darlo. Y como el hombre actúa, necesariamente, por amor a sí mismo, es decir, apeteciendo el bien propio, ese motivo sólo puede ser el bien común; no, el bien propio de los otros. El que actúa, materialmente, conforme a la medida legal, pero sin apetecer el bien común –sin virtud–, actúa por su bien propio particular.

El virtuoso se caracteriza, por tanto, por apetecer –por tener como propio– un bien común. Podemos afirmar que, cuanta mayor perfección –natural y moral– posee un ser, más común es el bien que es capaz de tener como propio. El bien común es el mejor bien propio; y tener como propio un bien por ser común, es la forma más perfecta de apropiarse de un bien: como participación en un bien común. El hombre virtuoso es excelente en aquella actividad que trata y es constitutiva de ese bien común, y se deleita, por tanto, en la actividad más excelente. La condición de miembro de una comunidad es la condición subjetiva más perfecta conforme a la cual puede un hombre amarse a sí mismo. En esa condición radica nuestra dignidad [Michael A. SMITH, Human Dignity and the Common Good in the Aristotelian- Thomistic Tradition, Mellen University Press, Lewiston, 1995, p. 92], porque en ella trascendemos nuestra individualidad, así como en el bien común trascendemos nuestro bien particular. El bien común es el bien propio de un sujeto en cuanto miembro o partícipe de una comunidad. El egoísmo no consiste, pues, en amarse a sí mismo, ni en apetecer el bien propio sobre el bien ajeno; consiste en amarse mal a sí mismo –amarse en cuanto individuo–, y en apetecer un bien inferior –un bien particular– en lugar de un bien mejor –un bien común–.

Todo lo anterior implica claramente el carácter social o comunitario de la moral. La moral versa sobre el vivir comunitario; y el hombre es susceptible de moralidad porque es un ser racional, apetitivo y, además, social. El puro individuo –si existiera– podría ser capaz de cierta economía, de provisión y administración de bienes, pero no sería capaz de moralidad, pues la excelencia de esa actividad económica no afectaría a la calidad del bien que llegaría a ser propio: éste seguiría siendo siempre un bien individual, y la diferencia sólo estaría, quizá, en su duración.