El Estado liberal crea inevitablemente una sociedad liberal, que no tiene como ethos la ausencia de ethos, sino que constituye uno determinado, que conlleva una particular jerarquización de cualidades humanas, entre las primeras de las cuales se encuentra, por ejemplo, la tolerancia. En ese ethos, no sólo continúa siendo posible el preguntar quién es un buen ciudadano, sino también el hecho de que esa pregunta sea una cuestión pública[Ronald BEINER, What's the matter with Liberalism?, University of California Press, Berkeley, 1992, pp. 78 y 132.]. Seguimos hablando de bien, de perfección humana –de moral, por tanto– en el seno de un Estado liberal.

El liberalismo, para evitar la influencia política de la religión y, en general, de lo que Rawls llama "doctrinas comprehensivas", elimina –según dice–, de la esfera pública, las cuestiones sobre fines; como si sólo la religión –o equivalentes– hablara de fines, como si todo perfeccionismo fuera religioso.

La moral está constituida por las exigencias que plantea la plenificación de una identidad humana: una identidad común, configurada en comunidad, que es realizada singularmente en plenitud. Fuera de toda comunidad, tomado el hombre como abstracto ser humano, la plenitud humana, el telos que convoca al hombre, carece de la suficiente determinación para poseer eficacia práctica: no se sabe prácticamente en qué consiste. Toda praxis o acción humana –también la acción social o política– es acción moral en cuanto que a través de ella, y en ella, una identidad humana se está plenificando. Por consiguiente, el conjunto orgánico de esas acciones perfectivas, plenificantes, constituye una forma de vida buena: la forma de vida buena que corresponde al ethos en el que tienen lugar esas acciones, y en el que se configura esa determinada identidad.