p. 155 Según lo que vimos sobre Grisez y Finnis en el capítulo anterior, resulta claro que el proyecto de estos autores representa un ejemplo expresivo –e ilustrativo de su invalidez– de lo contrario de lo que acabamos de concluir, es decir, de la interpretación de la ley natural que ha sido objeto de nuestra crítica. Como vimos, según estos autores, Santo Tomás sólo dejó incoada la doctrina de la ley natural, pues no desarrolló el modo de aplicar en particular los principios evidentes, de derivar a partir de éstos los preceptos concretos; y de cara al verdadero problema de la racionalidad práctica, que es el problema de la elección concreta, no nos proporciona al final –al igual que Aristóteles– otro criterio que la prudencia, y esto –según Finnis– no parece servir de mucho119 (1). Por esto, su proyecto es dar a la doctrina de la ley natural el desarrollo necesario para que constituya una auténtica teoría de la racionalidad práctica, entendiendo por esto una teoría que nos permita elaborar con verdad y rigor los preceptos concretos que guían nuestras decisiones, es decir, que nos sea de utilidad para responder al auténtico problema moral. Y este desarrollo consiste en elaborar el "método de la ley natural": el método para derivar, a partir de los primeros principios y mediante una serie de principios intermedios o método-lógicos, los preceptos particulares que constituyen la ley natural moral. No puede ser más claro y expreso que el propósito de estos autores es hacer de la ley natural una forma de conocimiento moral, de recto ejercicio de la razón práctica, que constituya una alternativa a la virtud; una forma de conocimiento moral en la que este conocimiento se convierte en un asunto exclusivo de la razón, para el que ésta se basta sola, con tal de disponer del método adecuado.
Según Finnis, no es indiscutible que Aristóteles afirme que la razón práctica versa sólo sobre los medios. La razón práctica, por sí misma, sin el supuesto del apetito, identifica los fines del hombre, los bienes humanos básicos, como aquello que es razonable procurar y, por esto, es posible dirigirse racionalmente a un fin o bien humano, al margen o en contra de todos los deseos. Esta capacidad de la razón práctica es –según Finnis– lo que Santo Tomás estaría asumiendo en su doctrina de la ley natural120. La captación inte­lectual de los fines del hombre, es lo que tiene lugar en la formulación de los primeros principios prácticos, los cuales, por referirse a los fines, y no a los medios o acciones que hay que realizar para alcanzarlos, no son principios morales.
Al hacer de los primeros principios de la razón práctica una aprehensión de fines, Finnis está intentando lograr un doble objetivo: hacer del conocimiento moral una tarea de la sola razón, situando en el interior de ésta todos los elementos que intervienen en la constitución de la verdad práctica; y, al mismo tiempo, salvar al conocimiento moral –intelectualizado con lo anterior– de incurrir en la falacia naturalista. Como ya he señalado, el problema de la falacia naturalista se presenta, y se convierte en una preocupación primordial, en la medida en que –como ocurre en Grisez y Finnis– el tratamiento del conoci­miento moral se intelectualiza, se reduce al análisis de cómo la razón elabora unos contenidos a partir de otros, y la atención al apetito se limita en él a la referencia final a una voluntad puramente ejecutiva, cuyo concurso es necesario para poner en práctica lo conocido. Porque cuando explicar el conocimiento moral es explicar cómo la razón, por sí misma, pasa de la producción de un conocimiento a la producción de otro, el escollo que es esencial evitar es que el primero resulte ser un conocimiento teórico, y el segundo una prescripción derivada –falazmente– de una descripción.
Finnis afirma estar superando este escollo, porque en su teoría los primeros contenidos de la razón –los principios– son evidentes y, por tanto, inderivados, no obtenidos a partir de algún contenido anterior; y son además prácticos, prescriptivos –lo que hacen es prescribir fines, no describir rasgos de la naturaleza humana–, por lo que elaborar, a partir de ellos, y mediante los requerimientos metodológicos, preceptos particulares y morales, no implica caer en la falacia naturalista. Pero, como ya vimos, al afirmar que los principios no versan sobre acciones, sino sobre fines, sobre bienes sustantivos, y que, por tanto, se cumplen igualmente en la acción buena y en la mala, Finnis está diluyendo el carácter prescriptivo y, en último extremo, el carácter de principio de estos principios, y con esto está dejando en precario su pretensión de haber superado la falacia naturalista.
En realidad, lo que Finnis entiende como primeros principios no son contenidos de la razón práctica, no son preceptos, pues el precepto no puede tener por objeto el fin, que es la razón del precepto. El fin, en cuanto tal, no se prescribe; sólo se prescribe lo que es para el fin121. El bien que es objeto del precepto no es un bien sustantivo, algo beneficioso o deseable para el hombre, en sí mismo considerado, sino la acción que constituye la realización de ese bien, su actualización en cuanto bien operable, y que, por tanto, es buena con la bondad de lo que es para el fin. El fin mismo, y en cuanto tal, es puesto por el apetito. Los principios –a diferencia de los preceptos particulares– pueden ser evidentes, pero no pueden ser formalmente distintos que los preceptos parti­culares de los que son principios. Si los preceptos morales versan sobre los medios, sobre lo que hay que hacer, los principios no pueden versar sobre los fines.

p. 158: Pero la razón práctica –y así es en Santo Tomás– es sólo razón de medios, no por ser deliberante, sino por ser práctica. La razón práctica no delibera necesariamente Sólo deliberamos –dice Santo Tomás– cuando las cosas conducentes al fin nos ofrecen dudas; por lo que no es necesario que en todo lo que se hace por medio de la razón, se dé la inquisición del consejo (la deliberación)123. Cuando lo que es para el fin no ofrece ninguna duda, cuando es evidente y no puede ser más que de un modo, la razón no delibera sino que pasa directamente a preceptuarlo. Pero, en este caso, el objeto de la razón práctica sigue siendo, obviamente, lo conducente al fin, los medios. Que el precepto sea inmediato y evidente no significa que se refiera a algo distinto.
El problema que parece haber tanto en Murphy como en Finnis, es que no parecen concebir otro modo de entender la prioridad del fin –del apetito– respecto de la determinación de los medios –de la razón práctica–, que el mismo modo derivacionista de entenderla: como anterioridad de un conocimiento (teórico) de las inclinaciones naturales, del que se deriva el conocimiento (práctico) de los medios. En consecuencia, no ven otro modo de evitar el derivacionismo –la falacia naturalista– que asignar a la misma razón práctica la competencia sobre el fin. Con esto, la función del apetito en la racionalidad práctica, se traslada a los mismos principios de la razón práctica. Los principios de la ley natural, en lugar de basarse en las inclinaciones naturales –en las mismas inclinaciones, no en el conocimiento de éstas–, hacen las veces de estas inclinaciones. Y se introduce en la razón práctica una dualidad en cuanto a su acto: éste puede ser prescribir fines, o prescribir medios.
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1 119. John Finnis, Ley natural y derechos naturales, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2000, pp. 132-134; Idem, Fundamentals of Ethics, Clarendon Press, Oxford, 1983, p. 69.