p. 343 Todo esto nos lleva a rechazar la idea de que el origen de la propiedad es el trabajo. Esta idea –que ya se encuentra presente en algunos pensadores de la escolástica tardía– es representativa del pensamiento de Locke y, en general, de la concepción liberal de la propiedad. Según este modo de pensar, el trabajo constituye la fuente primera de la propiedad porque mediante él –como actividad transformadora de lo natural– el hombre imprime en las cosas su propia huella, algo así como el sello de su propia personalidad. Con el trabajo, el hombre enriquece la materia elaborada, le aporta un valor nuevo que, en última instancia, consiste en la humanización de esa materia. Esta aportación o revalorización que es, al mismo tiempo, el sello personal impreso en el objeto trabajado, hace que este objeto quede ligado al sujeto trabajador, que lo ha enriquecido y sellado mediante su esfuerzo. Lo que el objeto es ahora constituye una cierta participación en lo que el trabajador es: en cierto sentido, el sujeto está en el objeto, y éste es parte de aquél. Cabría decir que el objeto habla del sujeto, o incluso, que el sujeto habla de sí mismo desde su presencia en el objeto. Esta ligazón o referencialidad del objeto respecto de quien lo ha elaborado, hace que dicho objeto se convierta en propiedad de éste.
Todo esto es cierto, excepto la conclusión final. Estas consideraciones son verdaderas y pertinentes respecto del trabajo como realidad antropológica, pero no corresponden ni afectan a la propiedad como realidad jurídica. El vínculo que el trabajo establece entre una materia y el trabajador, no es –de suyo y por sí mismo– un vínculo jurídico, sino un vínculo artístico o técnico. En cuanto propiedad, "la cosa –se dice– clama por su dueño": no clama por su artífice.

Si, por las razones apuntadas, el trabajo fuera el fundamento de la propiedad, habría que concluir, con Marx, que la apropiación, por parte del patrono, del producto que procede del trabajo del obrero, representa una forma de alienación de este último: el obrero queda enajenado, no sólo de su propiedad, sino también de una parte de su mismo ser. En el fondo, Marx se apoya en el mismo concepto de propiedad que se encuentra en Locke, pero extrae de este concepto –y de manera bastante razonable– conclusiones opuestas a las de Locke. Según éste, en el estado de naturaleza original, cada individuo podía apropiarse, mediante su trabajo e industriosidad, de todo aquello que necesitara. Las limitadas posibilidades de conservar en buenas condiciones los bienes que no eran consumidos inmediatamente, constituían un límite natural a la capacidad de adquisición y acumulación, y la existencia de este límite impedía que se plantearan conflictos de propiedad. Pero la aparición del dinero implicó la posibilidad de superar ese límite natural. La acumulación de propiedad por encima de ese límite provoca, en este segundo momento del estado de naturaleza –que parece ser una especie de estado de naturaleza caída–, la aparición de situaciones de escasez y desigualdad, lo cual hace que se desaten disputas y agresiones sobre la propiedad. En esta situación de conflicto, el Estado se hace necesario, y es instaurado para salvaguardar la propiedad.

No deja de ser llamativo que, en tal argumentación, la conclusión de Locke sea que el Estado surge para custodiar la propiedad –una propiedad anterior al Estado, por tanto–, y no para paliar las desigualdades e indigencias, que son la verdadera causa del conflicto, restableciendo una distribución más equitativa de bienes, que implicaría la realidad de una propiedad posterior al Estado: el reconocimiento de que la propiedad es instaurada políticamente. Por su parte, lo que Marx concluye es que, si la propiedad –además de ser una forma de alienación– provoca desigualdad y escasez, lo que hay que hacer es eliminar la propiedad, sirviéndose para ello del Estado revolucionario, que implanta la dictadura del proletariado y la estatalización de los medios de producción, como primera fase de la emancipación total. Desde aquellas premisas, esta conclusión parece más lógica.

El artífice, en cuanto tal, da forma real a su obra, pero no le da forma jurídica. Una concepción individualista de la propiedad es un imposible, es una contradicción, pues desde lo individual no se puede dar razón de la propiedad.

En Locke –y en algunos autores de la segunda escolástica–, la propiedad parece surgir de una cierta comunidad de bienes original, de la comunidad que se daría inicialmente en el estado de naturaleza. Originalmente, la entera Naturaleza sería común a todos los hombres y estaría a disposición de todos ellos. Mediante su trabajo cada hombre sacaría de esa condición común inicial la porción de realidad que fuera objeto de ese trabajo, y la convertiría así en su propiedad[John LOCKE, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, cap. V, 26 y 27.]. Pero si la propiedad se constituye de este modo, entonces esa inicial comunidad de bienes no es tal realmente. Lo que se da como supuesto inicial es la disponibilidad universal de la Naturaleza en cuanto res nullius; no, en cuanto res in commune. Por esto, el acto de apropiación resulta ser una acción individual; mientras que si el punto de arranque para la propiedad fuera verdaderamente una realidad común, el acto de apropiación tendría que ser necesariamente –en su origen– un acto común y público [Alvaro PEZOA BISSIÈRES, op. cit., p. 237].



p. 346 Ciertamente, en una comunidad política, el trabajo puede ser considerado y actuar como una fuente –como un título– de la propiedad. Pero, entonces, el trabajo tendrá ese estatuto por haber sido constituido y reconocido colectivamente como un procedimiento válido –entre otros– para la adquisición de propiedad. No tendrá ese estatuto por ser lo que es en sí; no lo tendrá en cuanto que es trabajo precisa y exclusivamente, en cuanto actividad transformadora de lo natural. El trabajo puede ser origen de la propiedad, no por virtud propia –por el hecho de transformar o humanizar una realidad externa–, sino en virtud de una decisión colectiva por la que una sociedad se autodefine, dotándose de un determinado sistema de propiedad –como parte de su orden jurídico característico–, que incluye el trabajo entre los procedimientos establecidos para adquirir propiedad. El trabajo puede ser causa de la propiedad en virtud de una decisión política, y esta decisión será el origen y fundamento último de la posesión en propiedad de todo aquello de lo que pueda apropiarse un sujeto mediante su trabajo.