p. 29 Por lo tanto, el problema de la cohesión política en una sociedad pluralista, no consiste ni en el establecimiento de una moral mínima –como lo entiende Adela Cortina, entre otros[Adela CORTINA, La ética de la sociedad civil, Anaya, Madrid, 1994]– ni en la obtención de lo que Rawls denomina un "overlapping consensus". La moral pública no consiste ni en un mínimo común a todas las morales privadas, ni en un conjunto de coincidencias o solapamientos entre esas morales. La moral pública es otra moral, no un mero subproducto de las morales privadas, como si éstas fueran toda y la única moral. La moral pública no se compone a partir de los ingredientes que proporcionen las morales privadas, sino que se configura según configuremos el ámbito público. Es el cuerpo de instituciones –fines y capacidades– que componga la sociedad política lo que determinará concomitantemente la moral pública de esa sociedad. La moral pública que pueda tener una sociedad equivale a las instituciones públicas que sean posibles en esa sociedad. Como en cualquier tipo de sociedad, la moral pública depende de lo que nos propongamos –y podamos proponernos– hacer en común, y del modo institucional en el que lo estemos haciendo.

Consideremos, por ejemplo, lo siguiente. El cristianismo prescribe la sobriedad en el uso y posesión de los bienes terrenos. Pero ¿es posible e, incluso, moralmente bueno vivir esa sobriedad conforme a criterios privados, en una sociedad cuyo sistema económico exige un considerable nivel de consumo para producir riqueza y proveer del bienestar común a todos sus miembros? ¿Es la correcta medida de la sobriedad en esa sociedad algo determinado exclusivamente desde el interior del cristianismo? ¿Es esa medida un mínimo común, o un solapamiento, entre la austeridad evangélica y el hedonismo dionisíaco?
En definitiva, podemos afirmar que no puede haber una sociedad sin que se configure en ella una moral pública, y que privatizar la moral equivale necesariamente a eliminarla.