p. 163 (...) Pero la voluntad popular no es, sin más, la suma de voluntades privadas, ni la voluntad privada mayoritaria. Es una voluntad configurada de diferente manera que la voluntad privada. Es la voluntad que se alcanza trascendiendo la voluntad privada de cada uno, mediante el diálogo y la deliberación común. Este diálogo permite a cada uno superar su punto de vista particular, ampliar y enriquecer su percepción del asunto sobre el que hay que decidir, con la percepción que de éste puedan tener los demás, y alcanzar así un punto de vista más idóneo y común: el punto de vista ciudadano, que es el que corresponde a la condición o identidad común –la de ciudadano– en virtud de la cual ese asunto es un asunto común

p. 164 Dar a los representantes indicaciones precisas para su actuación como tales, no tiene sentido desde el momento en que la razón de elegirlos es la necesidad de deliberar públicamente para poder formar, de manera válida y objetiva, nuestra voluntad en cuanto ciudadanos. (...)

p. 165 Lo que el pueblo lleva a cabo es la elección de los ciudadanos que considera más idóneos para actuar como pueblo, estando dispuesto a hacer suya la decisión que resulte de ese ejercer de pueblo por parte de los representantes. Quienes son pueblo en potencia se someten a la voluntad de quienes son pueblo en acto, en perfección. (...)

p. 165 La función del Parlamento es hacer posible que la deliberación pública sea el modo de elaborar y tomar la decisión política: hacer posible lo que el pueblo no puede realizar inmediatamente. La aportación más característica de la institución parlamentaria es el convertir en públicas las razones en que se apoyan las decisiones políticas. (...)

p. 166 Gracias al Parlamento se hace posible que la decisión política sea voluntad popular en un sentido más auténtico y elevado que el meramente cuantitativo: que el de ser la voluntad privada numéricamente predominante, el interés particular mayoritario. Mediante esta institución, la decisión política puede ser algo más que una simple cuestión aritmética: puede ser una determinación que cuente con razones más elevadas que la meramente numérica, para prevalecer sobre los intereses particulares. En rigor, lo que prevalece legítimamente sobre las voluntades privadas no es otra voluntad igualmente privada pero mayor en número, sino una voluntad pública: una voluntad que, por el modo de haber sido formada, trasciende la validez de cualquier voluntad privada.
Estas consideraciones nos permiten apreciar en profundidad la trascendencia que posee, para el carácter representativo de la democracia, la actual crisis del parlamentarismo, ocasionada por el fortalecimiento de la partitocracia. Los partidos políticos se han convertido en agentes directos y efectivos del poder, dominando por completo al Parlamento, y reduciendo así a una ficción las características y funciones propias de esta institución esencial de la democracia representativa. La férrea disciplina de partido que pesa sobre los parlamentarios; el sometimiento de todo debate a la estrategia del partido para alcanzar o conservar el poder; los pactos y negociaciones entre los dirigentes de los distintos partidos, fuera y a espaldas del Parlamento; el recurso inmediato y prepotente a la fuerza de los votos ya comprometidos; etc., hacen inviable una auténtica deliberación, permiten que queden ocultas al pueblo –y a los mismos representantes de éste– las verdaderas razones de las decisiones políticas, y convierten al Parlamento en una mera cámara de cuantificación de voluntades privadas –de voluntades configuradas privadamente–, en la que se declara "pública" o "popular" la voluntad privada más reiterada entre los presentes. De esta manera, la institución parlamentaria deja de llevar a cabo su función y aportación más genuina, y en la que radica su razón de ser; deja de representar la novedad que, de suyo, representa respecto del decidir inmediato de la totalidad del pueblo, y se limita a realizar –a escala reducida– lo mismo que el pueblo en su conjunto podría llevar a cabo. La representación popular queda, así, desvirtuada en su naturaleza, y cuestionada en su necesidad.
Conservar la verdad de la institución parlamentaria y, con ella, la realidad de la representación popular, exige entender –por parte del pueblo y de los candidatos a representarlo– el programa electoral de cualquier partido político como una presentación orgánica de los candidatos promovidos por ese partido, como una caracterización conjunta de las ideas, valores, actitudes, preocupaciones prioritarias, etc., que esos candidatos tienen respecto de la realidad política. Para ser compatible con la posibilidad de una auténtica deliberación pública y parlamentaria, el programa electoral no puede tener otra misión que la de informar al pueblo acerca del modo de pensar y de sentir sobre la polis, de los candidatos que puede elegir para representarlo, para ejercer de pueblo en lugar de él. Contar con esta información significa saber qué ideas, consideraciones y perspectivas se harán presentes en el debate parlamentario si se elige a unos candidatos o a otros. Como elector, el pueblo puede saber –y a él le corresponde decidir– cuáles serán las posiciones iniciales en la deliberación pública, de qué base de intereses, enfoques y sensibilidades arrancará ésta, pero no puede conocer, ni decidir, en qué ha de acabar dicha deliberación. Un programa electoral constituye, en el fondo, una propuesta acerca del punto de partida del debate parlamentario, acerca de los diversos puntos de vista, intereses y consideraciones que han de ser reconocidos como relevantes en la deliberación pública, pero no puede constituir una predeterminación de la meta de esta misma deliberación.